A pesar de
que habíamos triunfado, estábamos aún más debilitados que nuestros
enemigos, nuestras fronteras estaban marcadas por la sangre de
los caídos, la sangre derramada de miles de inocentes, tanto nuestros
como de ellos. Cuando se reabastecieron, no dudaron en volver a atacar.
Todo
marchó mal desde el primer día de guerra. Las calles, las casas, los
arboles... todo volvía a estar manchado con sangre, pero esta vez solo
era nuestra sangre. Hasta que una noche un grupo de chamanes se
reunió para honrar a los dioses:
-"Oh,
poderosos dioses, que esta sangre no haya sido derramada en
vano. Úsenla en su favor, tómenla como un tributo. Limpien estas costas
que generación en generación defendimos, apaguen la llama que creo el
enemigo sobre nosotros."
Luego de estas
palabras, una pared de agua se levantó y golpeó con toda su furia al
indefenso pueblo. Los enemigos, que se encontraban en las calles, fueron
tragados por el mar. La sangre fue limpiada y el fuego fue apagado.
A
partir de ese día, los dioses recuerdan este hecho al hombre, liberando
paredes en algunas costas. Nos gusta denominar a estas paredes como
Tsunamis.