En ella posó sus
pertenencias más valiosas el dios de los deseos, Epismia. Era una mesa, a
la que todos respetaban y en la cual solo algunos griegos
afortunados podían apoyar un objeto simbólico para que la suerte los
acompañara. Pasaron varios años, y los individuos
que habían colocado los elementos sobre la mesa no obtenían respuesta
alguna en sus deseos, hasta que la mesa no pudo más con sus patas de oro
y se quebró. Algunos dicen que fue un 24 de julio, otros de
agosto. Sucedió que todos aquellos deseos pedidos y retenidos por tantos
años fueron liberados, y esas personas que no podían más de dolor y
angustia por hijos enfermos incurables, por deudas impagables, o por
milagros difíciles de encontrar, les sucedió un acontecimiento que les
cambió la vida. Algunos encontraron su suerte en la medicina, ya que se
encontraron nuevas curas para enfermedades difíciles, otros la
encontraron en herencias de familiares nunca vistos, otros en el
nacimiento de un nuevo ser imposible de conceder y otros se pudieron
encontrar con seres amados pero anteriormente alejados.
Las
personas comenzaron a tomar en consideración esa mesa, que algunos
la veían como un objeto más, como un mueble, una herramienta de apoyo y
solo eso. Pero no lo era. De tal modo que todos comenzaron a buscar otro
objeto que tuviera ese don de cumplir peticiones, pero jamás lo
encontraron. Probaron hasta con cajas de oro, adornadas con diseños
griegos y bendecidas.
Así fue como el sabio Epismia dio a conocer
su faceta reflexiva, demostrando que las oportunidades
siempre están presentes, solo hace falta abrir los ojos y creer en lo
que uno busca.